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Dios, Amor,
Fe y Vida

La reflexión de un padre

Una reflexión sobre el amor incondicional de Dios, explorado a través de la profunda analogía del amor de un padre por sus hijos en cada etapa de la vida, desde el descubrimiento hasta la vida eterna.

Preambulo

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En el vasto universo de las enseñanzas divinas, una verdad resplandece con claridad para mi alma: el amor. Pero no un amor cualquiera, sino aquel que emana de la esencia misma de Dios, un amor que he llegado a comprender profundamente a través de la analogía más cercana y fundamental de mi existencia: el amor de un padre. Este es el hilo conductor de mis reflexiones, un intento de desentrañar, a través de las etapas de la vida que compartimos con nuestros propios hijos, la inmensidad del amor paternal de nuestro Creador.

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Descubriendo a Dios

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Cuando nacemos, llegamos a un mundo desconocido, envueltos en la calidez de unos brazos que nos sostienen. No comprendemos las palabras que se nos susurran ni alcanzamos a distinguir los rostros que nos miran con amor. Sin embargo, en ese instante primario, una sensación profunda de seguridad y bienestar nos invade. Es un regalo inefable, una certeza instintiva de que estamos cuidados y protegidos.

 

De manera similar, al abrir los ojos del alma, nos encontramos con la presencia de Dios. Al principio, puede ser una sensación vaga, una intuición de algo más grande que nos rodea y nos sostiene. Es como ese primer abrazo al nacer: no entendemos completamente de dónde viene, pero sentimos su amor incondicional.

 

Con el tiempo, a medida que nuestra conciencia despierta y aprendemos a enfocar nuestra mirada interior, comenzamos a discernir el rostro de ese amor. Descubrimos que esa sensación de seguridad que siempre nos ha acompañado tiene una fuente: un Padre celestial que nos ha amado incluso antes de que pudiéramos pronunciar su nombre o comprender su grandeza. Es un regalo inmenso, este descubrimiento de un amor eterno y constante, presente desde el inicio de nuestra existencia.

Conociendo su Amor

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Crecemos y comenzamos a comunicarnos con aquellos que nos cuidan. Aprendemos a llamarles, a expresar nuestras necesidades pidiendo alimento o ayuda, y también a manifestar nuestro afecto a través de gestos y palabras. Se nos enseñan las formas de expresar lo que sentimos y lo que necesitamos, abriendo así un canal de comunicación que fortalece el vínculo que nos une.

 

Del mismo modo, después de descubrir a Dios, aprendemos que podemos dirigirnos a Él. Dios nos enseña a orar, a abrir nuestro corazón y expresar nuestras necesidades, nuestras alegrías y nuestras preocupaciones. De Él aprendemos a "pedir", no solo en el sentido de solicitar algo, sino también en el sentido de buscar su guía y su voluntad en nuestras vidas. Y fundamentalmente, Dios nos enseña a amar, a través de las enseñanzas de Jesús, del ejemplo de su vida y del amor que sentimos que nos prodiga. Esta comunicación constante a través de la oración y este aprendizaje del amor divino profundizan nuestra relación con Él.

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El Camino de la Fe

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Al crecer, nuestra capacidad de comprender el mundo se expande enormemente. Comenzamos a distinguir con mayor claridad entre lo que percibimos como correcto e incorrecto, entre lo que se nos presenta como verdad y lo que sospechamos que es una falsedad. La curiosidad nos impulsa a preguntar el porqué de las cosas, a investigar y a cuestionar las normas y las explicaciones que antes aceptábamos sin dudar. Es una etapa donde nuestra individualidad comienza a tomar forma y donde la necesidad de entenderlo todo por nosotros mismos se vuelve primordial.

 

En este proceso de maduración, inevitablemente nos encontramos con situaciones donde nuestros deseos o nuestra limitada comprensión chocan con las indicaciones de aquellos que velan por nosotros. Queremos algo que nos atrae, pero desconocemos los riesgos o las consecuencias negativas que puede acarrear. Es entonces cuando se nos acerca una voz experimentada y amorosa que nos dice: "Confía en mí, esto no te conviene". Aunque en ese momento no entendamos completamente las razones detrás de esa advertencia, si hemos cultivado una relación de confianza, aprendemos a obedecer. Esta obediencia no nace de una imposición ciega, sino de la certeza, construida a través de experiencias previas de cuidado y guía, de que quien nos aconseja busca nuestro bienestar.

En paralelo, en nuestro camino espiritual, Dios nos guía y nos muestra lo que es bueno y lo que es malo a través de sus enseñanzas y las Sagradas Escrituras. Habrá momentos en los que tal vez cuestionemos ciertos mandamientos o caminos que se nos presentan, porque nuestra comprensión finita no alcanza a ver el panorama completo o el peligro oculto. Sin embargo, si hemos cultivado una fe profunda, nacida del inmenso amor que sentimos por Él, confiamos plenamente en su sabiduría. Aunque no siempre comprendamos el "porqué" detrás de sus indicaciones, hemos desarrollado una confianza y una obediencia arraigadas en la certeza de su amor y su deseo de nuestro bien supremo. Esta obediencia, aunque a veces desafiante para nuestra razón limitada, se convierte en una expresión de nuestra fe y nuestro amor incondicional hacia nuestro Padre celestial.

La Vida Eterna

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Al entrar en la adultez, la vida nos presenta una variedad de experiencias que ponen a prueba los valores que hemos ido construyendo a lo largo de nuestro crecimiento. Nos enfrentamos a decisiones complejas, a provocaciones que desafían nuestra integridad y a la influencia de nuevas personas que entran en nuestro círculo. El aprendizaje no cesa; cada interacción, cada desafío superado o cada error cometido nos ofrece nuevas perspectivas y lecciones. A lo largo de estas etapas –la juventud, la madurez plena y la vejez– seguimos buscando guía y apoyo, a menudo en forma de consejo de aquellos que nos han acompañado en el camino. Dedicamos tiempo a compartir nuestras vidas, nuestras experiencias diarias, los aprendizajes adquiridos y las pruebas que hemos debido afrontar, manteniendo un vínculo constante con quienes nos aman. Finalmente, llega el momento inevitable de la despedida física, un adiós.

 

De manera análoga, la madurez nos confronta con numerosas pruebas que desafían nuestras convicciones. Encontraremos quienes cuestionen nuestras creencias o intenten desviarnos del camino. Tal vez tropecemos y caigamos en tentaciones, pero la promesa del amor de Dios es inquebrantable: siempre está ahí para perdonarnos y recibirnos con los brazos abiertos, sanando nuestras heridas y dándonos la fuerza para seguir adelante.

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Continuamos aprendiendo de sus enseñanzas, buscando su guía en la oración y fortaleciendo nuestra fe a través de la comunidad y la reflexión. Así transitamos el camino hasta el día en que Dios nos llame a su presencia. Al igual que un hijo que ha aprendido las lecciones de la vida y se prepara para un nuevo horizonte, llegamos al final de nuestra jornada terrenal habiendo asimilado lo que nuestro Padre celestial tenía para enseñarnos. Es entonces cuando aguardamos la vida eterna, la plenitud de la existencia en su compañía, la verdadera vida que trasciende los límites del tiempo y el espacio.

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Reflexion

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A lo largo de estas reflexiones, hemos explorado el amor de Dios a través del espejo de la crianza, desvelando cómo en cada etapa de nuestra vida encontramos ecos de su guía, su paciencia, su disciplina y, sobre todo, su amor incondicional. Desde el regalo del nacimiento hasta la madurez y la espera del llamado final, hemos trazado paralelismos entre el vínculo terrenal entre padres e hijos y la relación trascendente que nos une a nuestro Padre celestial.

 

Es en la Semana Santa donde esta analogía alcanza su máxima expresión y profundidad. La Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo son la manifestación suprema del amor paternal de Dios por la humanidad. En cada uno de los momentos de la Pasión, vemos un Padre que no aparta a su Hijo del sufrimiento, no por crueldad, sino por un amor inmenso que busca nuestra redención y reconciliación. Jesús, el Hijo amado, obedece por amor a su Padre y por amor a nosotros, aceptando el dolor para ofrecernos la vida eterna.

 

En la Cruz, contemplamos la entrega total, el sacrificio máximo de un Padre que da a su Hijo único para que tengamos vida. Es en ese acto de amor extremo donde comprendemos la profundidad de su compromiso con nosotros, sus hijos. Así como un padre terrenal daría todo por el bienestar de sus hijos, Dios entregó lo más preciado para nuestra salvación.

 

Y finalmente, la Resurrección irrumpe como la prueba definitiva de ese amor paternal. Es la victoria sobre el pecado y la muerte, la promesa de una vida nueva y eterna junto a Él. Así como un padre se alegra inmensamente por el triunfo de sus hijos sobre las dificultades, Dios se goza en nuestra redención y nos abre las puertas a una existencia plena y gloriosa.

 

La Semana Santa nos invita a contemplar este amor paternal en su forma más pura y poderosa. Nos recuerda que, a lo largo de nuestra vida, en cada etapa de aprendizaje, de cuestionamiento, de pruebas y de crecimiento, siempre hemos estado y estaremos bajo la mirada amorosa de un Padre que nos guía, nos perdona y nos espera con los brazos abiertos en la vida eterna. La Pasión, Muerte y Resurrección no son solo eventos históricos, sino la prueba palpable del amor incondicional de Dios, un amor que se asemeja al más profundo y sacrificado amor de un padre por sus hijos.

Inspirado en la fe y en el amor incondicional de una madre y esposa que entregó la vida por su hijo. Esta reflexión está dedicado a Dylan y Melody, mis amados hijos, y a Mary Fer, mi eterna compañera, a quien el Señor ha recibido en su gloria.

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